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¿México se está quedando corto para el tamaño de su oportunidad?

Durante años, el mapa económico mundial se leyó en clave transatlántica: una Europa poderosa, un Estados Unidos pujante y una China emergente compitiendo por el podio. Hoy, la foto es distinta. Estados Unidos y China concentran la mayor parte de la innovación, las grandes corporaciones tecnológicas y las startups más valiosas. Europa, mientras tanto, pierde terreno. En ese tablero, América Latina no figura como jugador principal, pero sí como territorio de disputa: fuente de materias primas, mercado para manufacturas asiáticas y, cada vez más, plataforma industrial para abastecer a Norteamérica.

Aunque la región no está en crisis abierta, tampoco muestra señales de despegue. El crecimiento económico se ha estabilizado en cifras modestas y vulnerables a choques externos. América Latina crece, pero no al ritmo necesario para transformar su estructura productiva, reducir la pobreza o mejorar sus niveles de productividad. Es un avance insuficiente para sostener un desarrollo sostenido.

En este panorama, México sobresale. El país vive un momento excepcional en inversión extranjera y exportaciones gracias al nearshoring, que ha relocalizado manufactura hacia su territorio. La inversión se concentra en manufactura pesada, electrónica, autopartes, semiconductores y expansión de parques industriales en el norte y el Bajío. Las exportaciones hacia Estados Unidos alcanzan niveles récord y consolidan a México como uno de sus principales proveedores industriales. El vínculo comercial con la economía estadounidense nunca había sido tan fuerte.

Sin embargo, esta narrativa de éxito convive con datos más fríos. A pesar del auge exportador y de la llegada de capital, la economía mexicana en su conjunto crece por debajo de su potencial. El desempeño manufacturero muestra signos de desaceleración y la economía interna sigue dependiendo de sectores con baja productividad. El país recibe más inversión, produce más y exporta más, pero no está creciendo más rápido.

La causa de esta brecha está en los fundamentos estructurales. México —como gran parte de América Latina— invierte muy poco en investigación y desarrollo. Su gasto en ciencia y tecnología es de los más bajos del mundo, muy lejos del promedio global y de economías que han apostado por la innovación como motor. La región invierte poco en talento, laboratorios, patentes, centros de diseño y manufactura avanzada. Sin ciencia, no hay salto tecnológico; sin salto tecnológico, no hay crecimiento sostenido.

A esto se suman los problemas de siempre: informalidad, desigualdad, sistemas fiscales débiles y una estructura productiva que depende excesivamente de sectores que ensamblan, pero no generan propiedad intelectual. Los beneficios del nearshoring se concentran en unos cuantos estados y corredores logísticos, mientras amplias zonas del país permanecen al margen del nuevo ciclo económico.

Incluso en los territorios ganadores, aparecen costos ocultos. El caso de Monterrey es emblemático: una ciudad que representa el músculo industrial de México pero enfrenta niveles de contaminación tan altos que ya afectan la salud pública. La expansión manufacturera ha elevado emisiones de partículas tóxicas y deteriorado la calidad del aire, mostrando que el crecimiento industrial sin regulación puede convertirse en riesgo social y sanitario.

Aun así, la región tiene una ventaja coyuntural. La fragmentación geopolítica, la reconfiguración de cadenas productivas y la urgencia de Estados Unidos por reducir su dependencia de China han abierto una ventana inédita para México. El problema es que esa ventana no estará abierta para siempre, y los países que no desarrollen capacidades tecnológicas y talento especializado quedarán atrapados en el rol de ensambladores de bajo valor agregado.

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