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Protestas sacuden San Lázaro por la nueva Ley de Economía Circular

Por Juan Pablo Ojeda

 

Las cosas se calentaron afuera de San Lázaro. Mientras adentro los diputados daban luz verde a la nueva Ley de Economía Circular, afuera varias organizaciones civiles se plantaron para advertir que, así como estaba, esa ley no solo avanzaba demasiado rápido, sino que parecía hecha a puerta cerrada y con un claro sesgo hacia intereses económicos antes que ambientales.

El martes 9 de diciembre, colectivos como Acción Ecológica, El Poder del Consumidor, Fronteras Comunes, No Es Basura, la Asociación Ecológica Santo Tomás y Greenpeace México llevaron carteles y argumentos para frenar el reloj legislativo. ¿Su reclamo central? Que la iniciativa fue elaborada por la SEMARNAT, acompañada por empresas privadas, sin incluir a quienes viven y trabajan directamente en la defensa del medio ambiente. Para ellos, el proceso entero fue una simulación que viola el espíritu del Acuerdo de Escazú, ese pacto internacional que obliga a abrir la información y garantizar la participación social en temas ambientales.

Las organizaciones enumeraron varios puntos que les hacen ruido. El primero, y quizá el más polémico, es que la ley privilegia la termovalorización: la quema de basura para producir energía. Suena bien en papel, pero especialistas llevan años explicando que este método contamina, no resuelve el problema de raíz y, sobre todo, contradice la lógica real de una economía circular, que se basa en reducir y reutilizar antes que quemar.

También cuestionan que el proyecto le dé más peso a la Secretaría de Economía que a la SEMARNAT, lo cual, dicen, empuja la balanza hacia el negocio por encima del bienestar ambiental y de salud. En ese mismo renglón señalan la apertura a créditos de carbono y bonos verdes, mecanismos que, sin controles estrictos, pueden terminar siendo simples permisos para contaminar.

Otro punto clave es la Responsabilidad Extendida del Productor (REP), que debería obligar a las empresas a hacerse cargo de lo que ponen en el mercado. Las organizaciones acusan que con la redacción aprobada, esta responsabilidad se diluye: no se exige durabilidad ni reutilización y se flexibilizan obligaciones que deberían ser el motor del cambio.

A esto se suma un reclamo más simple, pero igual de importante: la falta de transparencia y la ausencia de indicadores de salud. Para los colectivos, una ley moderna no puede seguir ignorando qué sustancias peligrosas circulan en los productos y qué impacto tienen en la gente.

Mientras afuera sonaban consignas, adentro la maquinaria legislativa avanzó sin frenos. Con 460 votos a favor de todas las bancadas, la Cámara de Diputados aprobó la Ley General de Economía Circular y la mandó al Senado. Fue un aval contundente que busca cambiar el modelo de producción y consumo en México, dejando atrás el “usar y tirar” para apostar por reciclar, reparar y aprovechar materiales al máximo.

La ley también modifica otras normas ambientales, como la Ley General del Equilibrio Ecológico y la de Gestión Integral de Residuos. En papel, plantea un futuro donde los productos duren más, se generen menos desechos y las empresas se hagan responsables desde el diseño hasta el final de vida de lo que producen. Incluso crea un Registro de Economía Circular donde industrias, comercios y servicios deberán cumplir reglas claras para incorporarse al nuevo modelo.

El reto es enorme: modernizar un sistema de residuos rebasado, coordinar a gobiernos, empresas y consumidores, y hacerlo sin dejar a nadie fuera. Pero para quienes protestaron afuera del recinto, el problema no es la idea de una economía circular—algo que prácticamente todos apoyan—sino cómo se está construyendo la ley y quién queda realmente en la mesa de decisiones.

En otras palabras, mientras los diputados celebran un avance legislativo, las organizaciones civiles recuerdan que sin participación social, una ley que promete cerrar círculos puede terminar abriendo nuevos vacíos.

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